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Era sábado a la tarde. El cielo estaba poderoso y brillante como un animal salvaje y suelto. Yo iba en auto por la ciudad que es, como casi siempre, Buenos Aires. Llevaba conmigo, como siempre, mi catástrofe doméstica. La multitud de ángulos filosos que viajan dentro de mÃ, todos desacomodados y punzantes. Llegué a la enorme mezquita que hay sobre la avenida Bullrich. La luz era acuática, un verde dolorido descendÃa de los árboles como si quisieran aferrarse a su color, como si lamentaran la huÃda del verano. Era un paisaje submarino quieto y distante, con la belleza extraña de lo que está fijo, embalsamado. Entonces vi una mariposa enorme. Avanzaba en lÃnea recta a pocos metros del piso, un proyectil rasgando el aire con lentitud, tomándose su tiempo. Volaba como si quisiera hacer doler, con parsimonia, envuelta en una especie de temblor, en una burbuja de silencio. Completamente oculta en sà misma, sin saber que estaba viva. Impávida entre los árboles de los que podrÃan haber chorreado espÃritus y dioses. Una cápsula de luz, un carámbano violento, una llaga, las alas de color naranja atravesadas por la piedad palpitante del otoño. ParecÃa hecha de sol y de cristal. Era suave y bélica, como una cicatriz de la que manara lava. Pensé en su pequeño corazón de fuego, en todo lo que habÃa dentro de ella y que funcionaba perfectamente: en palabras como hemolinfa y libación. No avanzaba con altivez ni con modestia: era un trozo de vidrio con algo de alma. Fue como recibir el rayo de la muerte. Nunca seré asÃ, pensé, un cuerpo vivo y vacÃo de pensamientos. Después seguÃ.Viajé un largo rato, llegué al sitio donde me esperaban, di una conferencia, pensé cosas, sonreÃ, respondà preguntas. Todo se volvió banal y repetido, como si no hubiera sucedido nada.
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